Participan
José Gabarre,
José Antonio Conde
Fran Picón
Manuel de la Fuente Vidal
Pablo Delgado
Litoral,
el verso es la hebra que pespuntea los límites del sujeto en una
operación que une y separa al mismo tiempo. El cuerpo, constantemente
sometido a torsiones y flexiones, está cincelado. Sin corte, no hay
cuerpo. Se nace partiendo de una muerte: la palabra mata la Cosa, diría
Lacan. El lenguaje, pues, es la piel que contiene un cuerpo que no se
sabe, pero que lo aprehende: «Nadie ha determinado hasta aquí lo que
puede un cuerpo», dice Spinoza.
El amor y la muerte no bailan solos. Ambos danzan en espiral
(¿sacacorchos?) ya desde el nacimiento. Freud, al compás de Die
Weltweisen, de Schiller, concluye en su metapsicología: La vida está
pinzada entre la pulsión de muerte y la pulsión de vida. En Semmering,
así se lo hizo saber, en 1930, al poeta George S. Viereck: «La muerte es
la pareja natural del amor. Juntos gobiernan el mundo (…). —Y prosigue
respecto a la importancia capital del amor—: En la actualidad sabemos
que la muerte es igualmente importante». Eros crea insistentemente sobre
la destrucción.
Este movimiento pulsátil (sístole-diástole) escribe la vida. Como
girando sobre un mismo eje, en un movimiento de vaivén, la mima fuerza
que une y construye, separa y destruye. La vida, así, es un Momento que
se explica por la efectividad de una fuerza (hambre) para cambiar el
estado de la rotación del cuerpo. Entonces el hambre puede ser todo y
puede ser nada. Puede ser amor y destrucción. El amor sacia el hambre.
El hambre es un amor que clama, es un cuerpo sexuado que demanda; pero
también es dolor y culpa: se mata de hambre, se muere de hambre; se
tiene hambre de guerra. Hay mucho que transitar, pues, para sentir
hambre… como mínimo haber sido alguna vez amado; pero también hace falta
mucha destrucción para hablar del amor. La destrucción o el amor,
titula Vicente Aleixandre un poemario.
En Mi hambre negra,
José Gabarre escribe sobre el Momento de esa fuerza, —el hambre—, y de
la aceleración angular que provoca en el cuerpo, (siempre cuerpo
significante), constantemente sometido a torsión y flexión. Es un texto
atípico —por eso necesario—, nada amable —luego arriesgado—, sólo apto
para lectores activos, dispuestos al reto, implicados —no
condescendientes—, dispuestos a seguir las pistas, con una posición
encabalgada entre lo lúdico del juego metafórico y el jugársela (tal vez
como uno se juega la vida). Vida que se gana, vida que se pierde.
Entonces, jugándosela, uno se afirma y se aferra a la vida.