Acompañan al autor Miguel Ángel Gara y Javier Codesal.
La escritura de Salvador Lera es eso, escritura, y como tal no soporta bien su conversión en otras palabras, por más que ella misma, testigo y leyenda, sea texto que da cuenta de otra cosa; pero, ¿qué cosa?, habrá que preguntarse.
El borboteo rítmico, atractivo, de las palabras de testigo y leyenda (un
itinerario) nos coloca en el estado de sentir que no tendrá fin, no lo
tiene, y que va a sonar por encima de nosotros, de lo que somos capaces
de articular al leer, como si se tratara de un fenómeno autónomo,
humanamente cósmico (natural).
Su disposición en minúsculas ya evita o disimula los topes gráficos
reforzando la fluidez. A mí me resulta imposible leer este libro
despacio, hay cierta precipitación del sonido que aspira las imágenes y
las ideas llevándolas a su caudal. Ahí, en el caudal, es donde sucede la
lectura.
Imagino la puesta en voz de este libro en un espacio amplio, de grandes
dimensiones o suficientemente oscuro como para no ver sus límites. Allí,
distribuidos de un modo poco regular, habrá varios puntos desde los que
la voz se entregará a la letra con distintos ánimos: más calma, más
incisiva, casi muda
En realidad, se trata de voces, son varias. En este
ambiente, el libro no es algo en lo que se entra y se sale, pues eso da
lo mismo, sino un espacio de la palabra en movimiento, un lugar para
vivir, siquiera por breve tiempo.
Voces que dan vueltas a una materia primordial y dura, contando siempre
con los mismos elementos, reconfigurados cada vez en nuevas frases que,
más allá de su significado concreto, de aquello que esforzadamente se
empeñan en alumbrar, resultan tónicos para la misma voz y para eso que
ella no sabe y dice saber.