Querid@s soci@s, Os invitamos el próximo viernes 3 de febrero a las 19,30 a la presentación de la exposición de Leticia Vera
Autorretrato de estancias.
Leticia Vera es todas sus mujeres y todas sus mujeres son ella. Reflejándose ella en el papel refleja el mundo entero. Dejando bruscamente de vivir para sí misma, es capaz de hacer de su personalidad un espejo, de tal suerte que su vida se refleje en ella, dado que, como decía Proust, el genio consiste en el poder reflectante y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado. Mujeres solitarias que, tal vez debido a su soledad, juegan con el mundo que crean en torno: la mujer carrusel, la mujer maga, la mujer fatal, la mujer destructora, la mujer látigo, la mujer tiránica, la mujer abandonada, la mujer indefensa, la mujer sensual, la mujer títere, la mujer muñeca, la mujer maniquí, la mujer florero. Y en cada una de ellas perviven también todas las demás. Todas conviven en cualquiera de ellas y todas se matan a cada instante.
Leticia Vera no pinta otra cosa más que autorretratos. Es decir, va encadenando estados de ánimo para así poderse conocer. Aun cuando pinta paisajes desolados no hace sino pintarnos el retrato de un alma que se siente así, deshabitada y vacía. Por eso todos sus dibujos se parecen, y todos son distintos. Un impulso la empuja a repetirse porque, en Leticia Vera, la repetición es diferencia. Vuelve siempre sobre ella para llegar un poquito más allá.
Leticia Vera tiene la capacidad de la magia, esa que, con un pequeño golpe de varita, logra modelar la realidad al antojo de su imaginación, infundiendo vida a todo lo que la rodea. Pincelada a pincelada, van emergiendo formas que estructuran un delirio de cuerpos quebrados, como a punto de romperse, de posturas imposibles y secretas puertas que se abren en la piel de los cuerpos, debajo de las mesas, en las sombras, en bombillas cuya luz artificial es la única que ilumina cuando todo se ha quedado a oscuras, en velas que hacen asomar la llama voraz e insaciable del desencanto, en alas demasiado pesadas como para poder volar con ellas, en cabellos que son como abrigos protectores, bajo los que guarecerse de la intemperie, en máscaras resignadas que se ponen cuando ya no queda cara, de tantas veces como se la quitaron, o cuando hay tantas caras en una que es preciso fijar una personalidad mediante una máscara cualquiera.
Todo esto se puede encontrar en la obra de Leticia Vera. Pero yo sé que el resultado de su obra no es sino un proceso vital, de pequeñas resurrecciones diarias, una pertinaz lucha contra el desaliento y la extenuación. No es en el papel donde se lleva a cabo la transformación alquímica, sino antes, en esa otra realidad común a todos que Leticia Vera desmiembra sin necesidad de coger ningún pincel o lápiz, realidad deformada en su caso que igualmente ha de deformar para poder darle una forma expresiva. Esta realidad alucinada, imprevisible, escindida, de la que su imaginación se nutre para fabricarse otra da como resultado, sobre el papel, una realidad absolutamente coherente, regida por unas reglas que, al carecer de patrones en la realidad tomada, nacen de sí mismas y flotan libres en una nebulosa de tintas y colores. Sus pinturas tienen el descarnado lirismo de sus poemas, y sus poemas la quebrada plasticidad de sus pinturas. Y es que Leticia Vera pertenece a ese género de artistas que, si se vieran obligados a hacer arte, no se dedicarían a ello ni unas horas, ni un día. Su arte nace con ella misma, de sí misma y por pura necesidad, y se beneficia de cualquier vía de expresión –fotografía, poesía, prosa, dibujo, pintura- para, a modo de válvula de escape, vaciarse de sí misma, de todo ese mundo de espejos, visiones, miedos, incomprensión y alaridos que nos muestra unas veces con la forma de un zarpazo, otras con la de la caricia, y que, caso de no desahogarlo en el papel, acabaría por desbordarse y estallar en su interior. En este sentido, el camino que Leticia Vera recorre desde la realidad que toma hasta la consumación de la obra artística es el inverso al que la mayoría de los artistas emprenden. Estamos habituados a que el artista tome una realidad vulgar y la convierta en poesía, sublimándola. Pero la realidad que Leticia Vera toma está ya, previamente, tan colmada de poesía, de una poesía tan nueva, tan personal y tan amorfa, que toda su necesaria labor consiste en valerse de las herramientas que proporciona el arte para retorcer esa poesía impuesta, para deformar la deformidad y hallar, de este modo, la forma final que permita, si no comprender, siquiera exorcizar ante el papel una irrealidad inicial, vieja como el mundo, a menudo no asimilable si no es desde un plano artístico. Y es aquí y entonces, trabajando este plano, cuando olvida sabiamente las formas plenas, quiebra sus bordes, sin llegar nunca a destruirlas; cuando es capaz de ver un miembro entero en el muñón de las mutilaciones, cuando lanza blasfemias aterciopeladas contra los dogmas más intransigentes, cuando suma ausencias, fracasos y concavidades para crear ese espejo oscuro en el que se contempla y en cuyas aguas negras consigue vislumbrar un resto luminoso cuya extinción durará tanto como la fuerza de sus ojos.