La geopolítica se nutre también de percepciones, de sensaciones, de modos de ser geográficos. En torno al Mediterráneo podemos girar la mirada 360 grados y encontrarnos con ideologías, sentimientos, creencias y economías que gobiernan el mundo, mientras el mar, vacío en el centro, es puente, y también frontera. ¿Qué imágenes nos proporcionan los puntos cardinales? ¿Qué diferencia al Este del Oriente, ¿Dónde comienza el Sur? ¿Se opone el Norte al Sur como modelo económico o como modelo sentimental? Nuestra intención en Del ágora al caos es la de reconstruir la semántica de estos términos en nuestro mundo actual y establecer su razón geopolítica a partir del análisis de los significados simbólicos que para nosotros han tenido y tienen, dando cuenta de cómo se formaron y han ido derivando en una concepción de la vida, del mundo, de la civilización y la cultura. Queremos someter a análisis estas dicotomías geográficas no como localizadores espaciales, sino como categorías antropológicas; como términos que nos definen relativa y globalmente, soportando un significado cultural de adhesiones sentimentales y emotivas, y construyendo significados políticos y económicos, así como perceptivos.
Norte-Sur u
Oriente-Occidente son oposiciones lingüísticas con una capacidad de evocación
que permiten a cada individuo encontrar su lugar en el mundo, su refugio;
dotarse de pertenencia a un grupo humano y proveerse de una cosmovisión que
ampara la propia vida, desde el desayuno a la religión, desde el modo en que se
ama al modo en que se muere. Pero también son conceptos que pueden arrojarse
contra el otro; son armas que pueden cargarse de amenazas o ser cárceles para
la propia identidad. Más que palabras que designan latitudes y longitudes de
forma vaga y genérica, son términos que construyen espacios que son recinto o
cerco simbólico. Si digo «Norte», la semántica de su imaginario se mueve
entre el paisaje literario de Jack London y su salvaje Alaska, y el norte
«eufemizado»: aquel en el que se recorta el significado recalando sólo en el
ámbito político y económico de las metrópolis europeas y norteamericanas, con
ciudades a las que en nuestro tiempo se asocian términos como «progreso»,
«avance», «bienestar», así como las imágenes publicitarias de niños rubios y
saludables que inundan el significado de la palabra, se ajuste o no a la
verdad. Y aún antes, durante la Baja Latinidad y la Edad Media, el patrón
semántico del norte se asoció al de bárbaro: destrucción, ignorancia, violencia
y paganismo. ¿Y si digo «Sur»? Si digo Sur pienso en buen tiempo, y puede que
mi mirada recorra las lecturas sobre los héroes griegos, o que la imaginación
se inflame en los desiertos africanos; más allá algún osado aventurero
recorrerá con el pensamiento islas de nombres sonoros en el Pacífico; pero
también, si digo Sur, quizás encontremos sinónimos imaginarios para la pobreza
o el hambre. El Sur también tiene una amplia semántica. Que todo esto sea real
o no, o que Norte o Sur signifiquen realmente estas cosas para un observador
externo, importa menos que el hecho de que se perciba como tal por una sociedad
determinada. Parece que la realidad está construida con los huesos de las creencias:
basta repetir hasta la saciedad un slogan publicitario o político para que cale
hasta el fondo en la mentalidad social y se convierta en una realidad
sociológica a todas luces incontestable. Y así, por ejemplo, acabamos
asociando imágenes: Sur con «subdesarrollo», «desorden», «caos» y «atraso
económico»; Norte con «democracia moderna» —y representativa—, con «libertad»;
Occidente con todas aquellas cualidades que una civilización puede y debe
contener, mientras que Oriente se convierte para nosotros en la fábrica de
sueños en la que escapar precisamente de ese Occidente ordenado, pulcro,
diáfano y al mismo tiempo tan alienante para el ser humano. Norte-Sur y
Este-Oeste son también límites interiores, líneas móviles que se fijan en el
corazón de las civilizaciones, de los pueblos. Podemos establecer fronteras
Norte-Sur indefinidamente: podemos hablar del Sur respecto a Europa, y el Sur
entonces es África, teñida con los tópicos del colonialismo o con la brutalidad
de las imágenes de un telediario; podemos establecer la frontera Norte-Sur en
el Mediterráneo, y las dos orillas de este viejo mar, unidas necesariamente
por los piratas aqueos en Egipto reaparecen transfiguradas como melancólica
linde que se dibuja en la leyenda de Dído y Eneas para acabar en la ensoñación
e incomprensión, en la construcción colonialista francesa, inglesa, española o
italiana sobre el Norte de África y Oriente Medio que aparece en las adhesiones
sentimentales artísticas y literarias de Pierre Loti, Dominique Ingres o
nuestro Fortuny. En cualquier caso el resultado es el mismo: la unidad
mediterránea es concebida por todos ellos como una imagen preembalada, cubierta
de ruinas magníficas, estatuas, textos, sobre los que la Europa del Norte
reconstruiría una identidad Europea entre los márgenes del Rin y del Sena,
inventándose un nuevo espacio antiguo que nunca existió y arrogándose, como
heredera de ese espacio, la dominación del mismo y con los que el desierto
discutirá y argumentará que Norte y Sur de Europa son la misma cosa, modelos de
un mismo pensamiento hostil.